Juan Gómez Bárcena: de fichas, árboles genealógicos y órdenes invisibles.

árbol geneálogico del autor

 Como todas mis novelas, Lo demás es aire comenzó siendo un cuaderno Moleskine de tapas azul marino. El primer documento de Word llega mucho más tarde, cuando muchas de las páginas del cuaderno ya han sido garabateadas con esa caligrafía endiablada que me costó algún “Necesita mejorar” en el colegio. En ellas no escribo mi novela, o al menos no todavía: al principio son sólo algunas impresiones anotadas al desgaire, una fecha, una frase que quizás podría formar parte de un manuscrito que quizás llegaré a escribir. En algún momento -y este proceso es un misterio para mí mismo- las notas van subordinándose a alguna clase de orden invisible: hay una página reservada para cada capítulo, otra para un listado de películas que hay que ver, libros que hay que leer. Muchas páginas que sólo contienen preguntas para mí mismo: preguntas que a menudo quedarán sin respuesta. En el caso de Lo demás es aire, que es una novela que registra la historia de una pequeña aldea de Cantabria desde el Cretácico hasta antes de ayer, me vi obligado a incorporar secciones con títulos inverosímiles, como “Documentos del Alfoz de Lloredo en el Archivo Histórico Provincial” o “Diccionario de palabras cántabras” o incluso “Fases de una operación de cesárea”. En este caso el trabajo de documentación fue tan ingente que no necesité un cuaderno sino dos: el primero, por cierto, lo dejé olvidado en la mesa de mi jardín en Toñanes durante una noche de tormenta: al día siguiente el cuaderno era un abanico de páginas abarquilladas con la tinta corrida. Algunas secciones, especialmente las que fueron escritas con un pilot azul, se perdieron irremediablemente, alterando el resultado final de la novela: quiero pensar que el agua de Toñanes sabía lo que hacía.

         Después de uno o dos cuadernos Moleskine, mis novelas se convierten en una baraja de fichas de cartulina. Cada una de las fichas está dedicada a un capítulo, y contiene toda clase de especificaciones: qué personajes intervendrán en el episodio, longitud estimada, alguna frase que no debo olvidar y algunos riesgos que debo evitar. A menudo incorporo también algunos códigos personales: recuerdo que las tarjetas verdes correspondían a la subtrama de la pareja del siglo XVII que perdían cuatro hijos antes de cumplir un mes de vida; las amarillas eran para Luis y Teresa, que se buscan -y no se encuentran- por las romerías de la región a lo largo de 1947; azul para los capítulos dedicados al río de mi pueblo y naranja para las entrevistas y rojo para el embarazo de riesgo de mi madre en 1984 -no hay que preocuparse; como podéis imaginar, al final el embarazo sale bien-. Los colores son importantes, porque más tarde, cuando juego a ordenar y desordenar las tarjetas en el suelo de mi despacho, puedo ver de un solo golpe de vista si hay demasiado azul en el mismo tramo de la novela o si no convendría meter un poquito más de naranja en determinada sección. Gracias a las tarjetas puedo ver desplegada frente a mí toda la novela: esa novela que a estas alturas todavía no he empezado a escribir.

 

En esta ocasión, lo que vi crecer en el suelo de mi despacho no fue sólo el libro al completo, sino también el árbol genealógico de mi familia, y después el árbol de todos los vecinos del pueblo hasta el siglo XVII. Para ello, tuve que dejarme los ojos todo un verano tratando de desenmarañar la caligrafía indescifrable -más indescifrable aún que la mía propia- de los archivos parroquiales de Toñanes. El resultado fueron cinco cartulinas tamaño DINA-4, en las que acabarían aflorando los nombres y las biografías de muchos de los personajes de la novela.

         Sólo entonces Lo demás es aire deja de ser un cuaderno Moleskine y ciento cuarenta y siete fichas y cinco árboles genealógicos y comienza a ser, ahora sí, un documento de Word. Muchos documentos, en realidad. Seis o siete versiones de cada capítulo hasta que digo: ésta sí, ésta es la versión. Aunque a menudo uno no llega a decir exactamente eso, sino algo más parecido a: quién sabe. Puede ser. A lo mejor. Hay incluso una carpeta dedicada a los capítulos que ya están escritos, pero que tal vez no deberían formar parte del borrador final de la novela. La mayoría quedan para siempre ahí, escritos para mí y leídos por nadie, capítulos fantasma que tal vez merecieron mejor suerte. Y luego están los capítulos que sí; esos que de un modo u otro acabarán formando parte del libro que llega a manos de los lectores. En una de las páginas del Moleskine -mi página favorita, y también la más temida- iba tachando los capítulos terminados. Porque a veces la escritura no es para mí tanto una labor de suma como de resta: el alivio de saber que has tachado un episodio más, y por tanto queda un episodio menos para ver concluida esa lista interminable.

         Después de todo esto -y todo esto se prolongó más o menos tres años- Lo demás es aire fue un título, o más exactamente la búsqueda de un título. Creo que éste fue el momento más difícil de mi trabajo: la locura de pretender abreviar todo un mundo -quinientas cuarenta y cuatro páginas; más de ciento setenta mil palabras- en una sola palabra, o en tres o cuatro: un sintagma o una frase que diga todo sin decir nada. Pero, ¿qué es exactamente todo? ¿Qué diablos es esto que he escrito?, me preguntaba, me pregunto cada vez que me dirijo a la copistería Trucco para imprimir la versión definitiva de una nueva novela. Creo que los escritores a menudo no estamos del todo seguros de lo que hemos dicho: de ahí que este último paso, el título, pueda resultar tan difícil. Como no confío en mi propio criterio, casi siempre recurro al mismo procedimiento: reunirme con un grupo de buenos amigos que se comprometan, en un fin de semana de risas y debates, a escoger por estricta mayoría un título. El título. Lo demás es aire surgió a partir de un refrán del siglo XVI que yo mismo había incluido en la novela, sin comprender su importancia: “Amor de madre, lo demás es aire”. La discusión, por supuesto, tuvo lugar también en mi casa de Toñanes, y en ella colaboraron mi pareja y cuatro buenos amigos. No hubo unanimidad: Lo demás es aire ganó por mayoría simple.

         Por último, mi novela es, ahora sí, una novela. O mejor dicho: un libro. En este caso, con las tapas blancas de Seix Barral. Un objeto demasiado pesado, para mi gusto -me había propuesto no pasar de las cuatrocientas páginas-. Un libro que es mío y al mismo tiempo no, de ningún modo: cómo va a ser mía esa cosa familiar y extraña, ese libro íntimo pero también público, monstruosamente replicado en librerías y escaparates: ese hijo emancipado que suscitará el amor o el odio o la indiferencia de tantos lectores que no me conocen de nada. Por fin, me digo, por fin ha terminado. Todo ha salido bien. Pero lo cierto es que para entonces casi nunca me quedan ganas de pensar en mi libro: toda mi atención se concentra ahora en un nuevo cuaderno Moleskine, de tapas azul marino.

primera página de la novela

Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, en Historia y en Filosofía. Es autor de las novelas Lo demás es aire (Seix Barral, 2022), Ni siquiera los muertos (Sexto Piso, 2020), Kanada (Sexto Piso, 2017) y El cielo de Lima (Salto de Página, 2014), así como del libro de cuentos Los que duermen (Salto de Página, 2012). 

Mayte Alvarado: crear una historia para un paisaje

Ha querido la casualidad que María me escribiese para invitarme a “Las entrañas del texto” aproximadamente un año de después de que diese por terminado el proceso de creación de “La isla”. Abordo este breve texto sobre ese proceso con ánimo de celebración y también como una bonita forma de cerrar el círculo, de pasar de etapa, de avanzar.

Lo que una autora comparte es el resultado en forma de libro, cómic o novela gráfica en este caso, de una serie de decisiones, hallazgos y caminos tomados frente a otros desechados. Así lo veo yo al menos. El proceso forma parte de la intimidad de una y raramente se tiene la oportunidad de compartirlo.

¿Cuál es el origen de “La isla”? ¿Dónde establecer el punto de partida? Como en otros de mis trabajos, en una imagen que me ronda la cabeza. En este caso será un paisaje.

Estos son los primero bocetos de “La isla”, me han acompañado durante todo el proceso colgados en el corcho de mi zona de trabajo. El mar y las rocas simplificados al máximo y alejados de una representación naturalista. Convertidos en formas ondulantes y masas de color en constante cambio. Crear una historia para ese paisaje, esa es la idea.

Rescato entonces una historia antigua que nunca me llegó a convencer, algo le faltaba. Le faltaba su paisaje. El entorno por el que deambulan los personajes y que se relaciona íntimamente con ellos, con su devenir. Creo que en ese momento yo aún no lo sabía, pero esa relación terminará siendo uno de los ejes principales de “La isla”. Un proceso que va desdibujando los límites entre ambos hasta que ya no podemos distinguir si el paisaje es una prolongación de los personajes o si es la isla la que les da forma y sentido.

No trabajo con un guión cerrado ni muy elaborado. Una escaleta con una breve descripción de lo que sucede en los diferentes capítulos que conforman la historia me sirve de guía para no perderme. Me gusta dejar espacio para cambios, para introducir algunas de las ideas que me voy encontrando mientras trabajo. No tomo notas por escrito, prefiero tomar apuntes rápidos dibujados de lo que se me va ocurriendo. 

Soy extremadamente desordenada y mis libretas de trabajo son una buena muestra de ello.

En la misma libreta, encuentro bocetos y esquemas de página de “La isla” mezclados sin orden ni sentido con los de otros trabajos: apuntes de un libro ilustrado, de un cómic corto que nunca llegó a publicarse, de uno que sí… Abro la libreta por cualquier punto y comienzo a trabajar en la primera página en blanco que encuentro, eso explica el desorden. Mis bocetos son confusos, dibujo unas cosas encima de otras, apunto medidas y referencias.

A lo que más tiempo dedico es a los esquemas de página: unos bocetos muy básicos y sencillos de cómo estarán distribuidas las viñetas y que me ayudan a establecer el ritmo visual y a que la narración gráfica sea fluida. “La isla” está contada con imágenes más que con palabras y los textos, que son pocos, los añadí a posteriori, cuando ya tenía las páginas acabadas.

El color es otro aspecto importante de “La isla”, no solo tendrá una función estética si no también narrativa y expresiva. Los colores cambiaran en función de los personajes, de lo que esté sucediendo en cada momento. Los colores tienen su significado, los asociamos a determinadas emociones, son una forma más de comunicarte y de contar la historia. Las pruebas de color las realizo aparte, en el mismo papel que luego usaré para las páginas definitivas.

A partir de la paleta de color principal, formada por tres tonos en la misma gama de azul para el mar y seis de ocres y marrones para las rocas, voy haciendo modificaciones para las restantes. Asocio los colores de manera instintiva a las diferentes situaciones o personajes: turquesas para la joven, azules y grises más oscuros y apagados para el loco, amarillos y verdes para el recuerdo, violetas para la tormenta, rojo para el atardecer y el deseo.

Las páginas de “La isla” están realizadas con acrílicos, que es mi técnica favorita y con la que estoy más cómoda. Para evitar retrasarme por el tiempo de secado de las capas de pintura suelo trabajar dos páginas al mismo tiempo, normalmente las que van juntas y así evito también diferencias de tonalidad entre las mezclas de pintura y consigo que los esquemas de color queden más sólidos. Cuido mucho los originales y procuro que sean definitivos, que no tenga que hacer retoques o modificaciones posteriores con el ordenador, tan solo escanear y montar en la maqueta. Para mí “La isla” está en esas páginas originales, es con las que establezco un vínculo y donde aprecio mi trabajo. El libro es un reflejo de ellas.

¿Cuándo das por terminada una obra? Cuando ya no tienes nada más que decir sobre ella, creo. Cuando todo añadido te parece superfluo y que no aporta nada a lo que ya has hecho. Y en ese momento acabé “La isla”.

Mayte Alvarado (Badajoz, 1978) es autora de cómics e ilustradora. Codirigió la editorial independiente El Verano del Cohete donde publica sus primeros trabajos, entre ellos su primer cómic “E-19”(2015). Ha ilustrado libros como “La casa de Bernarda Alba”(Clásicos Alfaguara, 2017) o “Escrito al margen”(Avenauta, 2019). Ha publicado historias cortas como “El barco”, seleccionada en el I Concurso Nacional Biblioteca Insular de Gran Canaria y publicada en el tomo recopilatorio “En corto”(Astiberri, 2018) o “Jardín”(GQ España, 2019). En junio de 2021 ha publicado en la editorial Reservoir Books “La isla”, su cómic más extenso y complejo hasta la fecha. En “La isla” podemos encontrar sus señas de identidad como autora, una historia marcadamente atmosférica con predominio de lo visual sobre la palabra y que se apoya en la poética de la imagen y su valor evocador.