Alba Muñoz: la luz y la palabra

Las lucecitas

Tardé diez años en escribir Polilla. Miento: pasaron diez años desde que viví lo que viví en Bosnia hasta que fui capaz de escribir lo que quería. O mejor dicho, hasta que supe lo que quería decir. Eso suma una década anclada frente al ordenador, exprimiéndome a mí misma, esperando a que el chispazo sucediera. Porque todo estaba ahí, pero no salía. O no como yo quería. Más que un bloqueo, creo que mi tardanza se debió a un autoboicot instintivo, una especie de danza alrededor del texto pero nunca dentro de él. A través del trabajo duro, de pasar horas y horas intentándolo, me protegía de ciertos abismos y de juzgarme a mí misma  —“Si me esfuerzo, significa que lo estoy intentando”— mientras que, sin darme cuenta, ganaba tiempo para digerir lo vivido. Fue como si el lado físico del cerebro hubiera frenado la velocidad de la mente; una nueva derrota de la voluntad en su batalla contra el cuerpo. Por entonces no podía saberlo, pero necesitaba envejecer para escribir con el fuego de la juventud. 

Cuando María me propuso hablar sobre el proceso de escritura de Polilla, pensé que me apetecía volver a todos esos años nubosos hablándome a mí misma, moviéndome entre el aprendizaje y el autoengaño sin poder diferenciarlos. Como suele suceder con los primeros libros, la empresa llegó a parecerme algo imposible, una pesadilla: como sostener el mapa de un castillo cambiante cuya construcción no podía abandonar aunque quisiera. Si abría la puerta de la habitación donde una idea brillante se había escondido, de pronto ya no estaba ahí, ya no era importante. Un segundo después, la habitación también se había esfumado. 

Mientras respondía a María para aceptar su invitación, me di cuenta de algo: detrás de la novela siempre había discurrido otra más pequeña, una novela en miniatura con todos sus órganos vitales. Un viaje transformador con obstáculos y personajes que hacían avanzar la trama. 

El PRIMER PERSONAJE podría ser Félix, periodista internacional de La Vanguardia. Cuando nací, fue una de las personas que vino a verme. Era un gran amigo de mi padre, se conocieron en la facultad de Periodismo y hacían excursiones juntos. Yo tendría unos seis años cuando dejaron de hablarse. Félix y yo nos reencontramos mucho después, cuando cumplí los veinte y empecé las prácticas en el periódico donde aún trabaja. Recuerdo su cara de susto cuando le di unos golpecitos en el hombro y le dije quién era. 

Yo quería ser reportera y Félix se convirtió en mi mentor, es decir, en el destinatario de mails solemnes en los que le contaba mis indagaciones sobre el tráfico de mujeres en Bosnia. Tras dos años de investigación, Félix me ofreció publicar un reportaje en su periódico. Aquello debió de relajarme mucho, porque un día, mientras comíamos pasta fresca en su casa, me puse a contarle anécdotas de viaje, las típicas historietas que se cuentan cuando lo importante está asegurado. Le expliqué que estaba manteniendo un “romance alocado” con un chico de Sarajevo —lo dije sin darle importancia por si Félix lo consideraba poco profesional—. También le hablé de la víctima de trata con la que había pasado más tiempo, una chica que me había roto los esquemas y tenía mi misma edad. Entonces pasó lo que tenía que pasar: Félix me dijo que eso que le estaba contando le parecía “tanto o más interesante” que la propia investigación, y concluyó: “Esto, más que un reportaje, es un libro”. La frase desplegó un mundo nuevo en un instante. Por un lado, me sorprendió que alguien que sabía tanto sobre los hilos que de verdad mueven el mundo pudiera interesarse por nada relacionado con mi vida. Por otro, fue como si de pronto Félix se hubiera agachado lentamente y hubiera atendido el nacimiento de una criatura que había estado gestando sin saberlo, y como si al entregármela, no me hubiera sorprendido tanto. Era —lo supe de inmediato— una criatura híbrida: el libro contendría dos líneas paralelas que se irían entrecruzando: la investigación periodística sobre el tráfico de mujeres bosnias y mi romance con Darko. También era —de esto no me di cuenta hasta mucho más tarde— una criatura prematura. 

El PRIMER OBSTÁCULO de la novela en miniatura podría ser la montaña. Para una periodista novata y con exceso de expectativas, la acumulación de datos y testimonios es una forma de combatir la inseguridad y blindarse ante las posibles críticas. Tiempo después entendería que la montaña no solo funcionó como escudo, sino también como escondite. Cuando la relación con Darko empezó a zarandearme emocionalmente, escarbar ciegamente en el drama del tráfico me permitía distraerme de mí misma, del abismo amoroso que podía hacerme perder el equilibrio. En el fondo, el libro era una forma de acercarme disimuladamente a una idea que me estremecía: el contraste entre mi historia con Darko —esa que me hacía sentir frágil, subyugada y femenina— y la audacia inquebrantable y masculina de mi faceta de reportera. No entendía cómo esas dos identidades podían convivir en mí, y sin embargo sentía que su fricción me definía. La novela era la excusa para descender, abrazada a una rama, a ese precipicio. 

Mi error fue querer contarlo casi en directo, mientras lo estaba viviendo, lo cual derivó en toda una serie de castraciones autoinflingidas: si quería escribir sobre las chicas bosnias y sobre eso que me estaba pasando, tenía que impedir que el torbellino emocional se me llevara del todo. Es decir, la voladura tenía que ser una voladura controlada. Lo que tenía entre manos no era ya mi primer gran reportaje, sino mi primer libro, algo demasiado importante como para soltar la rama. 

Ocurre con los tornados y las tormentas eléctricas, le puede ocurrir también a la juventud. Del mismo modo que en muchos fenómenos destructivos combinan una carga positiva y otra negativa, en los inicios de mi veintena confluyeron grandes cantidades de arrojo y miedo. Cuando eres joven te asusta perder pie, te aterra la inseguridad misma, pero al mismo tiempo estás en tu pico de energía e intrepidez. Para conservar tu tierno equilibrio, tu paz de espíritu, lo haces todo sin darte cuenta. Y pasas a encarnar el CONFLICTO de la novela. 

En la escritura de Polilla confluyeron, además de una ambición desmedida y mucho miedo, dos inteligencias distintas, dos cerebros. La forma en la que decidí luchar contra la montaña de documentación fue la que me ofrecía más seguridad: mi cerebro analítico de periodista. Para convertir el cúmulo de información en algo manejable tenía que procesar el material. Clasificar, resumir, esquematizar. De la parte de los sentimientos —me parecía la más fácil— ya me ocuparía más tarde. Pero toda lógica contiene algún tipo de fe, y el proceso de organización y poda derivó en una creencia religiosa: si perseveraba y me quedaba con lo más importante —si seguía filtrando la tierra del río para obtener pepitas de oro— el esqueleto de la historia empezaría a brillar, la voz y el tono me serían revelados y sabría qué hacer. Nunca se me ocurrió pensar que ese sistema minero de escritura me estaba alejando de las vísceras, de la niebla, de lo que temía, y por tanto, de cualquier descenso a la literatura. 

Este sería uno de mis aprendizajes como debutante: el cerebro que me sirve para ganarme la vida me es inútil, por sí solo, para la escritura. Como autónoma que se dedica al texto en múltiples formatos —guión, redes sociales, columnismo, campañas de comunicación—, separar mis dos cerebros escribientes no es fácil. Además de la dificultad de discernirlos y domesticarlos —a menudo se retroalimentan, pero también pueden colonizarse— había algo ideológico en mi preferencia por el cerebro analítico sobre el poético —por llamarlo de algún modo—, algo ideológico y naif. Cuando tenía veintiún años y quería ser reportera, yo era la persona más seria del mundo. Había asumido sin fisuras la ética protestante del trabajo. Creía que el esfuerzo y la insistencia daban sus frutos y conducían inequívocamente al éxito. Y quizá daban frutos, pero no de todas las clases. Para obtener las variedades más jugosas, coloridas y sorprendentes de la literatura tenía que adentrarme en la selva, en lo desconocido, como por otra parte siempre había hecho en mis primeros diarios y blogs. Sin embargo, esta vez sólo hacía que plantar maíz. 

Ante el agotamiento y la falta de motivación por los pobres resultados —nunca había escrito así, tan metódica y desapasionadamente—, no cambié el rumbo: lo que hice fue insistir. Una vez trabajada hasta la saciedad la parte periodística, apliqué el mismo sistema en la parte de los sentimientos — “si describo insistentemente, si esquematizo y pongo a prueba lo que siento, el camino me será revelado”—. Llegué a límites bastante cómicos. Cuando surgía el tema de mi libro en un encuentro con amigas y había bebido, encendía la grabadora del móvil discretamente y me registraba a mí misma hablando. Había reparado en que estando borracha contaba lo que quería escribir con más lucidez y viveza —más cercana, claro, a las vísceras—. Así pasé años, atrapada entre la necesidad de control y la de dejarme ir, odiándome cada vez más, hasta llegar al punto de empezar a acosarme a mí misma. Me mandaba mails con asuntos hirientes y autoritarios —“ejecuta ya”, “solo fuego, nada de bullshit”, “ve al núcleo”, “del tirón”, “das pena”—, hacía listas de objetivos semanales imposibles, me despertaba en medio de la noche y escribía a mano demasiado rápido para que la idea no se me escapara, para no poder entenderla al día siguiente. Cuando trataba de volcar toda mi verdad furiosa en el documento, de pronto me sentía cansada y vacía, como si la inspiración se me hubiera escapado por muy poco, y la frustración y vergüenza volvían a paralizarme.

Por suerte, el SEGUNDO PERSONAJE de la novela en miniatura estaba a punto de aparecer. Cuando la editorial se interesó por mi proyecto de libro, Gabi se ofreció a acompañar mi escritura durante unos meses. Con gran ilusión le mostré mis catacumbas, el trabajo de hormiga que había estado haciendo durante años, los documentos y las ideas y los esquemas y los resúmenes infinitos, y con gran sensatez ella lo ignoró por completo. Más que editarme, lo que hizo Gabi fue empujarme al diván: “Dices que la protagonista eres tú, ¿pero quién es Alba? No sabemos nada de ella”. Con el objetivo de construir el personaje, me mandó escribir una serie de textos de temática libre sobre la protagonista. Me aclaró que eran simplemente ejercicios, lo más probable era que no formaran parte del libro, así que me puse a escribir. De entre todos los textos, Gabi destacó uno sobre un encuentro con mi padre en la puerta de El Corte Inglés. De repente, mi padre estaba ahí, había estado ahí —en mi cabeza, en Bosnia— todo el tiempo. Por primera vez, sentía que la sangre empezaba a circular por las venas de algo parecido a una novela.

Cuando la capacidad de trabajo se vuelve enemiga del arte y la perseverancia te protege demasiado de ti misma —no lo he dicho antes, pero este sería SEGUNDO OBSTÁCULO—, cualquier imagen, gesto o frase puede ser lo que termine por liberarte. Un día le dije a alguien que mi libro iba “de un reportaje que se me había ido de las manos”. Eso era, pensé horas después, eso era lo que tenía que contar: mi intento fracasado de mantener un orden divisorio y una higiene imposible entre mi vida personal y profesional, mi yo de reportera y de chica enamorada, de hija. No debía huir del caos para contarlo, sino que tenía que revolcarme en él. 

De pronto, el orden imperante —primero la investigación, después los sentimientos— se dio la vuelta y empezó a mover las patas. Nada de lo que había establecido para la escritura de Polilla me servía, ni siquiera todos esos libros de periodismo narrativo que tanto admiraba y que había estudiado como si contuvieran una fórmula secreta para la naturalidad. Comprendí que cada libro de no ficción posee una alquimia propia, un porcentaje de datos y poética, acción y alma. Había tardado en entenderlo y en confiar en que yo también terminaría encontrando mi propia fórmula que, casualmente, consistía en acercarme más y más a la textura de los sentimientos. Para contar la verdad tenía que usar las herramientas de la ficción, pero no para hacer que todo fuera más bonito, sino porque era así como había vivido mis días en Bosnia. Concretamente, con la textura de una película de acción. Estando allí, me desdoblaba y me veía desde fuera, como si la grúa se elevara lentamente y me grabara mientras tomaba café turco en una terraza rodeada de palomas, mientras hacía fotos en un callejón o me besaba con un chico. Al mismo tiempo que indagaba en la realidad del tráfico de mujeres, de mi mente supuraba un autorrelato en directo, una fantasía: yo era la directora, protagonista y espectadora única de un thriller romántico de serie B. Ese era mi universo íntimo, el lenguaje que me llevaría adonde siempre había querido llegar.

Entonces llegaron las lucecitas, así las llamé. Cuando cierras los ojos, ves unas luces que se mueven. De pronto, veía destacadas sobre lo oscuro todas aquellas cosas que habían bullido dentro de mí mientras durante aquellos años: personajes secundarios, momentos que jamás aparecerían en un reportaje y muchos sentimientos desbocados. Las lucecitas brillaban con una fuerza inaudita, como auroras boreales sobre la montaña negra de hechos y testimonios. Miss Sarajevo, un coche en llamas, los vestidos sexys de Nikolina, el graffiti que decía Bad Boy Good Lips, la foto de la partisana, la Virgen María, Margaret Moth, el apodo que me puso mi padre. La investigación era el paisaje de fondo y la historia era mi aprendizaje. 

En el DESENLACE de esta novela en miniatura, empiezo a escribir de forma fluida, las lucecitas se acumulan y todo va encajando de esa forma mágica y que tanta rabia me dio siempre escuchar en otros escritores y escritoras —“Mientras escribo voy encontrando el camino”, “la trama me encuentra a mí”, etc—. Sin embargo, era cierto: existían unas fuerzas magnéticas que iban juntando unas cosas con otras, cosas por otra parte digeridas y regurgitadas durante años. Estaba escribiendo la novela pero debería enfrentarme a un ÚLTIMO OBSTÁCULO: un deadline loco, una amenaza por imposibilidad de más retrasos. Aunque ahora escribía a buen ritmo, me aterraba escribir sin más, sin posibilidad de dejar reposar los párrafos, distanciarme, editar. Al parecer, existe un síndrome que nos afecta especialmente a los periodistas: acostumbrados a visualizar un texto y a escribirlo en poco tiempo, a obtener la respuesta de editores y lectores a corto plazo, nos abruma el silencio y la pausa de la novela. De pronto, todo se espesa, empezamos a dudar y a darle a las cosas más vueltas de la cuenta, a escribir frases retorcidas que nos crecen cuando no tenemos esa presión, todos esos ojos que nos miran. Las dudas y las frases raras empezaban a asomar por la página cuando apareció mi HADA MADRINA, la editora Carme Riera. Con Carme pacté un simulacro para imitar el ritmo periodístico, la presión que me afilaba la mente. Cada semana, mientras trabajaba en cinco trabajos a la vez, le entregaba un nuevo capítulo. Ella me daba un feedback mínimo, el pulgar arriba o abajo —“ok, sigue sigue”, o “por ahí igual no”—. Gracias a esta última ficción, a una forma de editar personalizada que ejerció la presión justa, escribí Polilla en menos de un año.

En el final de esta novela en miniatura no hay moraleja. No creo que ningún consejo sea realmente útil para afrontar la soledad de la escritura. Simplemente, al afrontarla con más o menos drama, cada uno va creando su propio método. Sólo quería decir que existen métodos que no lo parecen en absoluto. Que a veces, cuando parece que estamos haciendo cualquier cosa menos escribir, estamos escribiendo. 

Ahora que han pasado 8 meses que entregué el manuscrito terminado, a veces duele haberme castigado durante diez años. Lo que tenía que haber hecho era relajarme y confiar. Con 21 años no estaba preparada para escribir Polilla, y sin embargo tampoco podía saberlo, no podía llegar a una conclusión parecida sin atravesar todos esos años de confusión y delirio. Había encontrado una gran larva y me tocaba esperar, sin más. Pero mi forma de esperar sería impacientarme e insistir, no parar nunca de buscar formas de que la larva eclosionara. ¿Habría llegado al mismo sitio sin todas esas danzas inútiles alrededor del insecto dormido, sin toda esa autolesión? Dicen que lo que estructura el pensamiento humano no es la lógica ni el raciocinio, sino la catarsis, el drama. Puede que sea verdad. De lo que estoy segura es de que sin esta aventura solitaria no hubiera aprendido nada. Sin toda esa energía derrochada y sin todas esas voces batiendo las alas en mi cabeza, mareándome viva, no hubiera cerrado los ojos de puro agotamiento y no hubiera visto las lucecitas. 

Alba Muñoz (Barcelona, 1985) es periodista y escritora. Ha trabajado como reportera independiente en varias zonas del mundo, entre las que destacan los Balcanes, Oriente Medio y Sudeste Asiático. Entre 2018 y 2019 vivió en Sudáfrica, desde donde escribió para El País y 5W. Durante cinco años fue redactora y editora en la revista online PlayGround. Allí se especializó en periodismo digital y feminismos. ‘Polilla’ es su primera novela.