Munir Hachemi: sin título no es una opción

Escribo –y sólo ahora que me has invitado a participar en las entrañas del texto me doy cuenta– según un procedimiento minuciosamente caótico. Quiero decir que escribo como el cocinero cuya cocina parece dispuesta según el más riguroso azar pero al que si le cambias un solo ingrediente de sitio, una olla o un cucharón, se da cuenta al instante y ya no es capaz de trabajar.

Hasta ahora no me había parado a darle vueltas a esto y había encajado mi forma de escribir en esa categoría tan perversa: lo normal. Pero leo tu blog y apenas encuentro similitudes o líneas troncales entre los ritos de cada una. Yo, por ejemplo, no escribo con música, y si lo hago es sólo para evitar que algún ruido me interrumpa (aquí hay que recomendar El silenciero, de Antonio di Benedetto). Cuando estoy escribiendo todo desaparece, y la música (que, por cierto, siempre es Judee Sill (culpa de Carlos Pardo)) evita las bocinas o las sirenas que puedan irrumpir desde la calle.

Los poemas los escribo en cualquier parte, no pocas veces en el trabajo (mejor: contra el trabajo). Los relatos, como las novelas, en casa. Se parecen a los poemas en que vienen de repente. Cuando llegan, si tengo tiempo para sentarme, reviso mis notas y me encuentro con que ya llevaban ahí mucho tiempo, y entonces los escribo. Pasa algo similar con las novelas, que se diferencian de los cuentos en que no me veo tomado en el mismo frenesí cuando las escribo, en que me obligan a detenerme. La novela exige otra forma de respirar.

Así es como sé que mi primera novela, Los pistoleros del eclipse, en realidad es un cuento, y que alguno de mis cuentos es una novela. Con las novelas siempre procedo igual: primero la estructura. La preparo con cuidado; es como coger carrerilla o como ponerse la armadura. En ese rito me tomo mi tiempo porque sé que una vez lo dé por terminado ya no podré parar. Cuando la estructura está lista empiezo a escribir, no necesariamente por el principio. Lo normal es que salgan uno o dos borradores fallidos hasta que encuentro el tono de la novela. Así fue con Cosas vivas. Y escribo todo a mano, por la sencilla razón de que no soy capaz de teclear tan rápido. Escribo, sí, a toda velocidad, y por eso considero que cuando paso las cosas a ordenador estoy haciendo una reescritura, imponiéndole otro ritmo.

La primera vez guardo el documento es un momento crítico. La informática nos obliga a nombrar nuestro archivo, y Sin título no es una opción. Así que pongo cualquier cosa, lo primero que se me ocurre. Pero sucede que en los días que siguen me voy acostumbrado a ese nombre, que casi siempre termina por convertirse, por hábito, en el titulo del cuento o de la novela.

Con ese sistema paso escribiendo entre ocho y diez horas al día (Cosas vivas casi me cuesta una pulmonía: lo escribí en un sótano). Lo primero que hago cada vez es transcribir lo de la jornada anterior. He comprobado que si tardo más de 48 horas ya no entiendo mi propia letra, así que estoy abocado a esa rutina estajanovista, que por otra parte me ayuda a calentar el cerebro antes de ponerme a escribir lo de ese día. Transcribo y me reencuentro con el narrador y con los personajes, me doy cuenta de qué ideas no eran tan buenas o no encajaban en lo que la novela pedía y las modifico. Además, tengo una lesión en el hombro derecho (soy diestro) que hace que mi letra se vaya degradando según avanzo en un día (eso se puede ver en las fotos), así que el calentamiento es perfecto.

Así, escribo entre 3 y 5 folios al día. Cuando llego al final de la novela ya todo está transcrito. Guardo el manuscrito, porque soy muy fetichista, y ahí siento las dos cosas con A, como dice Budd en Kill Bill: alivio y aflicción. Por una parte la novela está, digamos, terminada en un 70%. Por otra, me tengo que despedir de ella, debemos darnos un tiempo, así que guardo el archivo de LibreOffice y dejo pasar uno o dos meses durante los que sigo dándole vueltas al texto, pero siempre en mi cabeza, siempre sin acudir a él. Una vez terminado este proceso abro el portátil y comienzo la tercera reescritura, el momento de las recolocaciones y los corta-pega, el momento de ver el texto, más que de leerlo.

El último paso quizá es el más importante: le doy a leer la novela a mis amigos. Te adjunto una foto, por ejemplo, en la que Cristina Morales duda de que los pollos no puedan odiar. Sobre todo acudo a personas que van a ser sinceras en sus apreciaciones. Aunque casi nadie lo es del todo, claro, así que por último incorporo al texto las objeciones que me han hecho y las que no me han hecho pero yo he creído intuir, y así la novela –que, como ves, en mi caso es literalmente un género dialógico– está terminada y empieza el proceso de publicación que, supongo, daría para otro texto tan largo como éste.

 

Munir Hachemi (Madrid, 1989). Autor de Los pistoleros del eclipse (ebediziones 2014), 廢墟 (autoedición 2017) y Cosas vivas (Periférica 2018). Miembro del colectivo en vías de extinción Los escritores bárbaros y del proyecto editorial Ediciones Paralelo. Actualmente vive en Granada.

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