A finales de 2012 llegué a Madrid para pasar, en principio, un año. Venía directamente de una isla mediterránea muy rural. El contraste y también el hecho de empezar de cero contribuyeron a hacer de aquellos primeros meses algo difícil. Comencé entonces a escribir una novela; no muy convencida, todo hay que decirlo. El malestar no se disipaba y, aunque no considero la literatura como terapia, era un alivio escribir sin las ataduras del género. Así que me hice con un cuaderno nuevo que se empezó a llenar con bastante soltura: trabajo de la memoria-ideas-impresiones-lenguaje por lenguaje. Desechos literarios. Para mí era otra manera de hablar. Y empezó a tener bastante más importancia que la novela.
Es curioso cómo la narrativa es lo que debemos escribir quienes queremos escribir. El progresivo alejamiento de la novela (incluso de la idea de un libro de relatos) que yo tenía entre manos lo percibí al principio como un desengaño. No tanto por mí misma sino por lo que se esperaba de mí como persona vinculada a la literatura que se planteaba escribir un primer libro. Sin embargo, las páginas de aquel cuaderno y de los que vinieron después tenían algo más vivo, quizá nervio, algo que de verdad me apetecía en aquel momento.
Aproximadamente un año más tarde pensé en reunir todos aquellos textos y darles forma, elaborar un proyecto con unidad de sentido y tener la sensación de cerrar algo. Mi apuesta inercial y casi instintiva ha sido siempre por lo minoritario y lo que, a priori, parece una tendencia hacia el fracaso. Me sentía cómoda con las notas periféricas que había tomado y mi interés por los aforismos estaba más que afianzado desde hacía años. ¿Por qué no unir todo esto?
Retoqué, borré y suprimí un montón de cosas en aquellos textos que escribía a tragos cortos, especialmente por las mañanas, en el tiempo que le robaba al día. Compartí aquel primer resultado (ya mecanoscrito) aún con cierta reticencia, tambaleante. La lectura de los pocos lectores a los que me atreví a enseñárselo coincidía con la mía: había algo, pero todavía no. Gracias a algunos comentarios se dio un destello y vi el tono, el hilo y la cadencia que el proyecto necesitaba. Reescribí todos los textos respondiendo a esa idea motora: cada uno contenía en sí mismo un aforismo no ya de tipo clásico (moralizante, taxativo, demorado en su forma) sino con un aliento y una lírica más definidas y cercanas a mis intereses literarios. Distinguí las vetas temáticas y las dispuse en una especie de baile lo más armónico posible. Estos últimos pasos fueron acelerados y, diría, entusiastas.
Al resultado le di el nombre de Los días sin sol, pero era solo embrionario (nada más divertido que la búsqueda de un título). Ya estábamos a finales de 2014 y lo guardé sin esperanzas de publicación. Por aquel entonces, y no hace tanto de eso, ¿qué editor quería publicar un libro de aforismos?
Así nació Bajas presiones, que se publicó en el mes de abril de 2016. (Y todavía me preguntan para cuándo la novela. Cada cosa a su tiempo.)
Azahara Alonso (Oviedo, 1988) es licenciada en Filosofía y máster en Escritura Creativa. Autora del libro Bajas presiones (Trea, 2016), ha participado en la antología de relatos Servicio de habitaciones (120Pies, 2016) y en la de aforismos Bajo el signo de Atenea (Renacimiento, 2017). Es profesora en la Fundación José Hierro de Poesía. Trabaja como coordinadora de la escuela de literatura Hotel Kafka y de Ámbito Cultural de El Corte Inglés; también como correctora. Escribe crítica literaria y artículos para distintos medios nacionales.
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