Mi proceso creativo se ha trasformado en los últimos años. Si bien el impulso y la motivación primera son similares, el soporte en que volcar los balbuceos es diverso. Mi obsesión con los lápices podría alcanzar la categoría de trastorno. Hace años siempre llevaba conmigo un lápiz en el bolsillo, acaso 5 o 6 en el estuche. Llenaba mis moleskine de notas, de imágenes, de ideas, de citas, del cine, la filosofía y la literatura… Usaba uno tamaño cuartilla para las citas e ideas, procedentes fundamentalmente del cine y la literatura. Los versos, en cambio, nacían en un formato octavilla, un tamaño perfecto para llevar conmigo a cualquier lugar si no llevaba mochila. Comprobé que este formato influía las dimensiones del poema por lo que años después considero que entonces no fluía cien por cien libre. Parece una obviedad pero en la escritura del poema entran en juego cuestiones más prácticas que románticas.
Los versos emergían en el momento más inesperado: en el autobús de línea, volviendo a casa de madrugada, corriendo y, sobre todo, con las lecturas de «poemas-hogar» donde uno o más versos producen de repente un deslumbramiento. En cualquier caso –y creo que esto es un lugar común- son muchos los versos que se escapaban a lo largo del día en aquellas épocas tan prolíficas. Los tachones, anotaciones, glosas, etc. acababan en una página prácticamente ilegible, un prototexto a modo de balbuceo sin un horizonte fijo, en unas ocasiones un abismo que no volver a frecuentar, en otras el germen de un poema.
Actualmente, he vivido el mismo proceso que la gran mayoría de escritores, cediendo a la comodidad y las posibilidades de escribir utilizando un procesador de textos o la grabadora, que al fin y al cabo permiten vislumbrar mejor el poema y su ritmo.
Escribir un poema es ordenar el caos, literal y hermenéuticamente. Pero también es disponer el entorno del ordenador y su desbarajuste, apartar del teclado en repetidas ocasiones a Maga, mi gata. Soy incapaz de corregir un poema en compañía de alguien, ni siquiera de ella. También para mí la escritura es un proceso inexorablemente íntimo y privado. En realidad, para mí escribir es algo natural pero muy gravoso: soy ese tipo de escritores a los que les duele la escritura, aunque una vez me atrapa esa pulsión me relaciono con mansedumbre y de manera metódica con la palabra. Escribir es fundar el mundo, es volver a nacer, ordenar una verdad que apenas se adivina y nos duele en lo íntimo por real.
Escribir es abandonar el silencio y revelar aquello que trasciende, en un espacio luminoso anterior a la palabra.
Juan María Prieto nació en Córdoba en 1982. Es poeta, profesor y doctor en Literatura Española. Ha colaborado en revistas como Bar Sobia, Eclipse, Mitad doble o Espacio habitado y participado en ciclos y festivales de poesía como Cosmopoética (Córdoba) o Perfopoesía (Sevilla). Sus poemas fueron incluidos en la muestra poética Sais. Diecinueve poetas desde La Bella Varsovia (La Bella Varsovia, 2010), Gastropoesía. A gustar convidan (La Bella Varsovia 2012) o La vida por delante. Antología de jóvenes poetas andaluces (En Huida, 2012). Pertenece al grupo de investigación «Góngora y el gongorismo». Ha publicado artículos en revistas como Quimera, Álabe o Monograma. Creador y coordinador del colectivo efímero ‘Otoñeces’, es autor del libro Noctívagos (La Bella Varsovia, 2011) y La fundación (La Bella Varsovia, 2019).