árbol geneálogico del autor
Como todas mis novelas, Lo demás es aire comenzó siendo un cuaderno Moleskine de tapas azul marino. El primer documento de Word llega mucho más tarde, cuando muchas de las páginas del cuaderno ya han sido garabateadas con esa caligrafía endiablada que me costó algún “Necesita mejorar” en el colegio. En ellas no escribo mi novela, o al menos no todavía: al principio son sólo algunas impresiones anotadas al desgaire, una fecha, una frase que quizás podría formar parte de un manuscrito que quizás llegaré a escribir. En algún momento -y este proceso es un misterio para mí mismo- las notas van subordinándose a alguna clase de orden invisible: hay una página reservada para cada capítulo, otra para un listado de películas que hay que ver, libros que hay que leer. Muchas páginas que sólo contienen preguntas para mí mismo: preguntas que a menudo quedarán sin respuesta. En el caso de Lo demás es aire, que es una novela que registra la historia de una pequeña aldea de Cantabria desde el Cretácico hasta antes de ayer, me vi obligado a incorporar secciones con títulos inverosímiles, como “Documentos del Alfoz de Lloredo en el Archivo Histórico Provincial” o “Diccionario de palabras cántabras” o incluso “Fases de una operación de cesárea”. En este caso el trabajo de documentación fue tan ingente que no necesité un cuaderno sino dos: el primero, por cierto, lo dejé olvidado en la mesa de mi jardín en Toñanes durante una noche de tormenta: al día siguiente el cuaderno era un abanico de páginas abarquilladas con la tinta corrida. Algunas secciones, especialmente las que fueron escritas con un pilot azul, se perdieron irremediablemente, alterando el resultado final de la novela: quiero pensar que el agua de Toñanes sabía lo que hacía.
Después de uno o dos cuadernos Moleskine, mis novelas se convierten en una baraja de fichas de cartulina. Cada una de las fichas está dedicada a un capítulo, y contiene toda clase de especificaciones: qué personajes intervendrán en el episodio, longitud estimada, alguna frase que no debo olvidar y algunos riesgos que debo evitar. A menudo incorporo también algunos códigos personales: recuerdo que las tarjetas verdes correspondían a la subtrama de la pareja del siglo XVII que perdían cuatro hijos antes de cumplir un mes de vida; las amarillas eran para Luis y Teresa, que se buscan -y no se encuentran- por las romerías de la región a lo largo de 1947; azul para los capítulos dedicados al río de mi pueblo y naranja para las entrevistas y rojo para el embarazo de riesgo de mi madre en 1984 -no hay que preocuparse; como podéis imaginar, al final el embarazo sale bien-. Los colores son importantes, porque más tarde, cuando juego a ordenar y desordenar las tarjetas en el suelo de mi despacho, puedo ver de un solo golpe de vista si hay demasiado azul en el mismo tramo de la novela o si no convendría meter un poquito más de naranja en determinada sección. Gracias a las tarjetas puedo ver desplegada frente a mí toda la novela: esa novela que a estas alturas todavía no he empezado a escribir.
En esta ocasión, lo que vi crecer en el suelo de mi despacho no fue sólo el libro al completo, sino también el árbol genealógico de mi familia, y después el árbol de todos los vecinos del pueblo hasta el siglo XVII. Para ello, tuve que dejarme los ojos todo un verano tratando de desenmarañar la caligrafía indescifrable -más indescifrable aún que la mía propia- de los archivos parroquiales de Toñanes. El resultado fueron cinco cartulinas tamaño DINA-4, en las que acabarían aflorando los nombres y las biografías de muchos de los personajes de la novela.
Sólo entonces Lo demás es aire deja de ser un cuaderno Moleskine y ciento cuarenta y siete fichas y cinco árboles genealógicos y comienza a ser, ahora sí, un documento de Word. Muchos documentos, en realidad. Seis o siete versiones de cada capítulo hasta que digo: ésta sí, ésta es la versión. Aunque a menudo uno no llega a decir exactamente eso, sino algo más parecido a: quién sabe. Puede ser. A lo mejor. Hay incluso una carpeta dedicada a los capítulos que ya están escritos, pero que tal vez no deberían formar parte del borrador final de la novela. La mayoría quedan para siempre ahí, escritos para mí y leídos por nadie, capítulos fantasma que tal vez merecieron mejor suerte. Y luego están los capítulos que sí; esos que de un modo u otro acabarán formando parte del libro que llega a manos de los lectores. En una de las páginas del Moleskine -mi página favorita, y también la más temida- iba tachando los capítulos terminados. Porque a veces la escritura no es para mí tanto una labor de suma como de resta: el alivio de saber que has tachado un episodio más, y por tanto queda un episodio menos para ver concluida esa lista interminable.
Después de todo esto -y todo esto se prolongó más o menos tres años- Lo demás es aire fue un título, o más exactamente la búsqueda de un título. Creo que éste fue el momento más difícil de mi trabajo: la locura de pretender abreviar todo un mundo -quinientas cuarenta y cuatro páginas; más de ciento setenta mil palabras- en una sola palabra, o en tres o cuatro: un sintagma o una frase que diga todo sin decir nada. Pero, ¿qué es exactamente todo? ¿Qué diablos es esto que he escrito?, me preguntaba, me pregunto cada vez que me dirijo a la copistería Trucco para imprimir la versión definitiva de una nueva novela. Creo que los escritores a menudo no estamos del todo seguros de lo que hemos dicho: de ahí que este último paso, el título, pueda resultar tan difícil. Como no confío en mi propio criterio, casi siempre recurro al mismo procedimiento: reunirme con un grupo de buenos amigos que se comprometan, en un fin de semana de risas y debates, a escoger por estricta mayoría un título. El título. Lo demás es aire surgió a partir de un refrán del siglo XVI que yo mismo había incluido en la novela, sin comprender su importancia: “Amor de madre, lo demás es aire”. La discusión, por supuesto, tuvo lugar también en mi casa de Toñanes, y en ella colaboraron mi pareja y cuatro buenos amigos. No hubo unanimidad: Lo demás es aire ganó por mayoría simple.
Por último, mi novela es, ahora sí, una novela. O mejor dicho: un libro. En este caso, con las tapas blancas de Seix Barral. Un objeto demasiado pesado, para mi gusto -me había propuesto no pasar de las cuatrocientas páginas-. Un libro que es mío y al mismo tiempo no, de ningún modo: cómo va a ser mía esa cosa familiar y extraña, ese libro íntimo pero también público, monstruosamente replicado en librerías y escaparates: ese hijo emancipado que suscitará el amor o el odio o la indiferencia de tantos lectores que no me conocen de nada. Por fin, me digo, por fin ha terminado. Todo ha salido bien. Pero lo cierto es que para entonces casi nunca me quedan ganas de pensar en mi libro: toda mi atención se concentra ahora en un nuevo cuaderno Moleskine, de tapas azul marino.
Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, en Historia y en Filosofía. Es autor de las novelas Lo demás es aire (Seix Barral, 2022), Ni siquiera los muertos (Sexto Piso, 2020), Kanada (Sexto Piso, 2017) y El cielo de Lima (Salto de Página, 2014), así como del libro de cuentos Los que duermen (Salto de Página, 2012).