No soy una escritora con rutinas. Cada libro me suele pedir un modo diferente de trabajar. Para algunos, necesito dibujar esquemas como el de Amor Fou. También me dio por dibujar cosas mientras escribía Black, black, black. Busqué caras para los personajes que encontré en el cine: este procedimiento lo uso desde Susana y los viejos, una novela en la que una de las protagonistas era igualita que Julianne Moore. Busco y miro fotos. A veces las imprimo. La Luz Arranz de Black, black, black y de pequeñas mujeres rojas tiene un aire a Simone Signoret.
En general, el proceso «arquitectónico» de construcción de la trama, la necesidad de equilibrar las voces o la presencia de los personajes a lo largo del relato, me lo piden las novelas donde la intriga y el suspense tienen un papel fundamental, aunque sea paródico. Necesito conocer los caminos para luego estirarlos o romperlos.
En otros libros, lo importante es que el proceso de escritura se desencadene, que la memoria comience a funcionar y, a través del sistema nervioso, llegue a la mano y desde allí cristalice en palabras: eso me sucedió cuando escribí La lección de anatomía, una novela autobiográfica, para la que no necesité andamios ni dibujos hechos con tirachinas. Casi todos los textos narrativos los tecleo en el ordenador. Pero hay excepciones.
El caso de Clavícula fue especial porque escribí los textos a mano, con una caligrafía física y delatora, en momentos en los que necesitaba atenuar el dolor y la angustia. Después los compuse como quien resuelve un puzle y los pasé al ordenador. Recompuse los textos como si recompusiera los fragmentos rotos de mi cuerpo. Porque, en ese momento de mi vida, mi cuerpo y todo los que los cuerpos llevan dentro -miedo, conexiones, sinapsis, cables, vísceras, el reverso de la piel- estaban absolutamente descoyuntados. En realidad, trabajé Clavícula como trabajo los poemas: a mano, en un cuaderno, reescribiendo sobre lo ya escrito, buscando la afinación del la perfecto o la disonancia total. Texto roto y cuerpo roto. Los textos se pegaron de modo que cada costura fuese una cicatriz y los lectores pudiesen percibir el daño de la fragmentación y los cristales rotos. La ridiculez de un cuerpo recosido.
Con los años me he dado cuenta de que trabajar con un pie forzado me viene muy bien porque mi imaginación a veces me lleva a los mismos lugares. Obligarme a pensar en otros temas o ajustándome a moldes genéricos exigentes, que además exigen puntualidad -pienso en una columna del periódico-, me viene muy bien para salir de mi zona de confort. Quizá no tan paradójicamente la intrepidez, el riesgo, las ganas de romperlo todo salvajemente, lo punk, se han convertido en mi zona de confort. Lo estoy pensando. Para escribir columnas y posts de Instagram tomo notas siempre. En Instagram, me tomo muy en serio la poesía visual y procuro compaginar imágenes de dentro y de fuera, lo vivo y lo pintado, el pasado y el presente, mis apariciones físicas y las de otras personas. Entonces elijo la imagen y redacto a mano el texto que luego subiré al post tecleando, ya con vista cansada, en mi telefonito. Tardo mucho. Y estoy aprendiendo cosas que pensé que ya no aprendería.
Marta Sanz (Madrid, 1967) es escritora y profesora. Ha escrito novela, poesía, cuentos, ensayos, crítica literaria, columnas, post de Instagram y textos híbridos donde se mezclaban todos esos géneros y otras cosas que no sabría cómo definir. Su primer libro apareció en 1995 y se titulaba El frío (Debate). Su última novela es pequeñas mujeres rojas (Anagrama, 2020).