La entraña del yo, deshilachada
A menudo escribo porque encuentro que no tengo otra manera de entender la realidad. Escribo casi todos mis textos a ordenador, y corrijo ahí, sobre el primero borrador. Casi nunca guardo versiones anteriores salvo cuando envío mis textos a amigos para que me los corrijan; el texto casi siempre está ya en un estado bastante avanzado, visible. Un texto incompleto se me dibuja desnudo. O quizá es a mí a quien hace sentir desnuda.
Escribí La Tramontana como mi proyecto de fin del Máster de Escritura Creativa que hice en la Universidad de Edimburgo, en Escocia. Cursé el máster íntegramente en inglés y escribí mis textos también en inglés. La versión de La Tramontana publicada en 2016 por la editorial La Isla de Siltolá es, por lo tanto, una traducción del original, de un original que sólo leí yo misma y las dos profesoras que me examinaron. Paralelamente, escribí Regalar el exilio, un libro de poemas, en español, publicado por Harpo en 2016. Era como si todo aquello que no pudiese expresar en inglés se escapara allí, a esos poemas, y viceversa: me resultaba mucho más fácil escribir sobre ciertas cosas, ciertas ideas, ciertas emociones, en inglés. El idioma me daba una distancia aséptica que me permitía verme a mí misma como observadora. Era el curso 2013/14, en plena crisis, las cafeterías de Edimburgo inundadas de camareros españoles con másteres y licenciaturas que habían tenido que emigrar. Mis compañeros de clase eran todos nativos, salvo un par de alumnas de habla germánica: era, con diferencia, la más exótica de mi clase. Sin embargo, había ciertas sensaciones ligadas al español que no podía transmitir a mis compañeros y a mi directora de tesina, que tenía que traducir. Uno de los temas centrales de La Tramontana es la imposibilidad de entendernos, a pesar de la comunicación. El otro, era un tema que llevaba preocupándome mucho tiempo, años, que me empecé a dar vueltas cuando vivía también en el extranjero como estudiante Erasmus en Utrecht: ¿por qué traicionamos a quien nos quiere? O, dicho de otro modo: ¿por qué quién nos quiere nos traiciona?
Pese a tener muchas ideas, no creo que se pueda escribir un texto de ficción originado en ideas, ni siquiera un ensayo: el texto es una entidad física, tiene que poder tocarse, sentirse, tiene que trasladarte hacia algún sitio, agitarte y hacer que, cuando el lector vuelva—si es que vuelve—ya nada sea igual. El texto, para mí, tiene propiedades mágicas: como un hechizo, puede cambiar la realidad. Por ello necesitaba una historia, que le debo a mi tía: tras unas vacaciones en Menorca, enamorada del lugar, mi tía me habló de una mujer a la que le había afectado el viento de la tramontana. Poco después, en la pista de atletismo de Canal en Madrid, vi a una mujer corriendo en ropa de calle entre los corredores, dando vueltas como si quisiera huir de algo. Esas fueron las primeras imágenes físicas, vívidas: lo real del texto. Después vinieron las voces: ¿cómo hacerlo? ¿Cómo contarlo? Un texto de ficción, paradójicamente, encierra la idea de verdad. En un mundo que vive obsesionado por la verdad, por el hecho de que la verdad objetiva coincida con la de uno mismo, la verdad es política. Pero la verdad también puede ser un punto de vista, por peligrosa que esta afirmación resulte. La verdad, a lo largo de la historia, ha sido una cuestión de poder. La ficción tiene las herramientas de subvertir esto.
Me planteé entonces contar la misma historia desde tres puntos de vista: Eva, la madre (la mujer de la Tramontana); Mónica, la hija; y Nico, el amante. Si la verdad es política, el amor lo es mucho más. Mi directora quería que escribiera algo político, después de llevar leyéndome todo el curso relatos que yo consideraba “intimistas”. Pero, ¿qué hay más íntimo que lo político? ¿Y por qué las mujeres automáticamente nos consideramos fuera del ámbito político si no escribimos, actuamos, o hablamos como un hombre? A día de hoy creo que La Tramontana es lo más político que he escrito. Escribir a Nico fue lo más difícil: quería entender a alguien a quien me resulta imposible entender, es decir, ponerme, completamente, en el lugar del otro. Creo que lo conseguí. Los lectores se sorprenden a menudo: Nico no se parece en nada a ti, es más, es contrario a ti. ¿Cómo lo conseguiste? Mi respuesta es: con la escritura. No he encontrado otra cosa en el mundo que me haga más libre que escribir: la escritura hace, deshace, desdibuja los bordes, los traspasa, transforma, performa, crea.
Al volver a Madrid, traduje La Tramontana al español. Es decir, que La Tramontana es un texto de ida y vuelta, con su búsqueda en un lugar ajeno y su regreso al idioma del hogar, punzante y ardiente como una lanza. El cambio de idioma significó también pequeños cambios, matices, figuras: o volver a traducir lo que ya había traducido una vez, como una pregunta. Un texto nunca está acabado. Siempre tiene muchas más vidas. Los poemas de Regalar el exilio son algunas de ellas, por ejemplo, un paratexto de la novela que puede ser leído de manera independiente. Todo lo que no escribí en La Tramontana. Todo lo que escribí y borré. O lo que está por escribir, y se escribirá, o no se escribirá. Un texto es posibilidad infinita. “¿Cómo vivimos cuando algo cambia por completo?”, se pregunta en su ficción Amy Hempel, mi escritora favorita. Eso trato de preguntarme cuando surge una idea, cuando garabateo, busco, exploro. ¿Cómo contarlo, si eso lo cambia todo?
Emily Roberts (Ávila, 1991). Es autora de los poemarios Animal de Huida (Ediciones Oblicuas, 2013) y Regalar el exilio (Harpo, 2016) y la novela La Tramontana (La Isla de Siltolá, 2016). En 2020 publicará el poemario Parliament Hill. Es profesora de literatura inglesa y vive en Madrid.