Octavia E. Butler: «No tengo la más mínima duda de que la mejor parte de mí, y la más interesante, es mi ficción»

Obsesión positiva

1

Mi madre me leía cuentos antes de dormir hasta que tuve seis años. Fue un ataque sorpresa por su parte. En cuanto empezaron a gustarme de verdad aquellos cuentos, me dijo: «Toma el libro. Ahora lee tú». No sabía en lo que nos estaba metiendo a las dos.

2

Cuando tenía diez años, mi madre me dijo un día: «Creo que todo el mundo tiene algo que se le da mejor que todo lo demás. Es cosa suya descubrir qué es ese algo».

Estábamos en la cocina, junto al fogón. Mi madre me estaba planchando el pelo mientras yo escribía, encorvada sobre un cuaderno que alguien había dejado tirado. Había decidido escribir algunas de las historias que me habían estado contando aquellos años. Cuando no tenía historias que leer, aprendí a inventármelas. Ahora estaba aprendiendo a dejarlas por escrito.

3

Era tímida. Me daba miedo casi todo el mundo, casi todas las situaciones. No me paraba a preguntarme cómo una u otra cosa podía hacerme daño, o si podía hacérmelo. Tenía miedo, y ya está.

Me adentré en mi primera librería llena de miedos indefinidos. Había conseguido ahorrar unos cinco dólares, casi todo en monedas. Era 1957. Cinco dólares era mucho dinero para una niña de diez años. La biblioteca pública había sido mi segundo hogar desde los seis, y tenía en casa unos cuantos libros de segunda mano. Pero ahora quería un libro nuevo; uno que hubiera elegido yo, que pudiera conservar.

—¿Los niños pueden entrar? —le pregunté a la mujer de la caja registradora una vez dentro.

Lo que quería decir era si podían entrar los niños negros. Mi madre, nacida en una zona rural de Luisiana y criada en plena segregación racial, me había advertido de que quizá no fuera bien recibida en todas partes, ni siquiera en California.

La cajera levantó la vista. —Claro que puedes entrar —dijo.

Luego, como si se le hubiera ocurrido algo más, me sonrió. Me relajé.

El primer libro que compré describía las características de distintas razas del caballo. El segundo describía las estrellas y los planetas, los asteroides, las lunas y los cometas.

4

Mi tía y yo estábamos en la cocina, hablando. Ella cocinaba algo que olía bien y yo estaba sentada a su mesa, mirando. Un lujo. En casa, mi madre me habría puesto a ayudar.

—De mayor quiero ser escritora —dije.

—¿Ah, sí? —dijo mi tía—. Bueno, eso es muy bonito, pero también tendrás que buscarte un trabajo.

—Mi trabajo va a ser escribir —contesté.

—Puedes escribir cuando quieras. Es una bonita afición. Pero vas a tener que ganarte la vida.

—De escritora.
—No digas tonterías.
—Lo digo en serio.
—Nena… los negros no pueden ser escritores. —¿Por qué no?
—Pues porque no.
—¡Sí que pueden, ellos también pueden!

Cuando no sabía de lo que estaba hablando era cuando más terca me ponía. En mis trece años de vida no había leído una sola palabra impresa que, por lo que yo supiera, hubiera sido escrita por una persona negra. Mi tía era una mujer madura. Sabía más que yo. ¿Y si tenía razón?

5

Ser tímida es una mierda.
No es ni mono ni femenino ni atractivo. Es un tormento y es una mierda.
Me pasé gran parte de mi infancia y adolescencia mirando al suelo. Es un misterio cómo no acabé siendo geóloga. Hablaba en susurros. La gente siempre me decía: «¡Habla más alto! No te oímos». Me aprendía de memoria las lecciones y los poemas que mandaban en la escuela y luego lloraba para librarme de salir a recitar. Algunos profesores me juzgaban por no estudiar. Otros me perdonaban por no ser muy lista. Solo unos pocos veían mi timidez. —Qué retrasada es —decían algunos familiares.
—Qué callada y educada —decían los amigos más diplomáticos de mi madre.
Yo pensaba que era fea y estúpida, torpe y negada para socializar.

También pensaba que todo el mundo se daría cuenta de estos defectos si me hacía notar. Quería desaparecer. En lugar de eso, crecí hasta medir un metro ochenta. Los chicos, concretamente, parecían dar por hecho que lo de crecer lo había hecho queriendo y que debía ser ridiculizada por ello con tanta frecuencia como fuera posible.

Me escondí tras un gran cuaderno rosa, uno que contenía una resma entera de papel. En él me construí un universo. Ahí podía ser un caballo mágico, una marciana, una telépata… Podía estar en cualquier sitio menos aquel, con cualquier persona menos aquellas.

6

Mi madre trabajaba limpiando casas por horas. Tenía la costumbre de traer a casa todos los libros que tiraba la gente para la que trabajaba. Solo le habían dejado estudiar tres años en la escuela. Luego la habían puesto a trabajar. Creía fervientemente en el valor de los libros y la educación. Quería que yo tuviera lo que a ella le habían negado. No sabía qué libros me podrían servir, así que todo lo que encontraba en la basura me lo traía. Tenía libros amarilleados por el tiempo, libros sin tapas, con cosas escritas o dibujos de ceras, con manchas de cosas derramadas, cortados, rasgados, hasta parcialmente quemados. Yo los apilaba en cajones de madera y estanterías de segunda mano y los leía cuando estaba preparada. Algunos eran demasiado avanzados para mi edad cuando los conseguía, pero los leía según iba creciendo.

7

Una obsesión, según mi viejo diccionario Random House, es «la dominación de los pensamientos o emociones por una idea, imagen o deseo persistente». La obsesión puede ser una herramienta útil si es positiva. Utilizarla es como apuntar bien en el tiro con arco.

Elegí tiro con arco en el instituto porque era un deporte que no se practicaba en equipo. Me gustaban algunos de los deportes de equipo, pero en el tiro con arco te iba bien o mal según tu propio esfuerzo. No había nadie más a quien culpar. Quería ver lo que yo era capaz de hacer. Aprendí a apuntar alto. A apuntar por encima del blanco.

 

¡Justo ahí! Relájate. Suéltala. Si habías apuntado bien, dabas justo en la diana. Veía la obsesión positiva como una forma de apuntar tu ser, tu vida, hacia el blanco que eligieras. Decide qué es lo que quieres. Apunta alto. Ve a por ello.

Yo quería vender una historia. Antes de saber cómo usar una máquina de escribir, yo lo que quería era vender una historia.

Escribía mis historias a base de golpetear con dos dedos la máquina de escribir portátil Remington que me había comprado mi madre. Le había suplicado que me comprara una cuando tenía diez años y ella me la había comprado.

—¡Estás malcriando a esa niña! —le dijo una de sus amigas—. ¿Para qué le hace falta una máquina de escribir a su edad? Pronto acabará en el armario cogiendo polvo. ¡Es tirar el dinero!

Le pedí a mi profesor de ciencias, el señor Pfaff, que me pasara a máquina una de mis historias, que lo hiciera como tenía que ser, sin tachones ni agujeros en el papel de tanto borrar. Lo hizo. Incluso me corrigió las faltas de ortografía y la puntuación, que eran desastrosas. Hasta el día de hoy sigo llena de asombro y gratitud.

8

No tenía ni idea de cómo se enviaba una historia para que la publicaran. Rebuscaba inútilmente entre los libros sobre escritura de la biblioteca. Entonces encontré un ejemplar de The Writer que alguien había tirado. Nunca había oído hablar de esa revista. Aquel número me condujo de nuevo a la biblioteca para buscar otros, y también más revistas para escritores, pues quería ver lo que podía aprender de ellas. En muy poco tiempo descubrí cómo se enviaba una historia y envié la mía. Unas semanas después, recibí mi primera nota de rechazo.

Cuando fui un poco más mayor decidí que recibir una nota de rechazo era como que te dijeran que tu hijo o hija eran feos. Te cabreabas y no te creías ni una palabra. Además, ¡mira la cantidad de hijos literarios feos que hay publicados por ahí y lo bien que les va!

 

9

Me pasé la adolescencia y gran parte de mi veintena acumulando negativas impresas. En mis comienzos, mi madre perdió sesenta y un dólares con veinte centavos: una cuota de lectura que cobraba un supuesto agente por leer uno de mis impublicables relatos. Nadie nos había dicho que los agentes no cobraban nada por adelantado, que no se les pagaba hasta que vendían tu trabajo. Y que entonces se tenían que llevar el diez por ciento de lo que generase tu trabajo. La ignorancia sale cara. Esos sesenta y un dólares con veinte en aquel entonces eran más dinero del que pagaba mi madre por un mes de alquiler.

10

Les daba la lata a amigos y conocidos para que leyeran mi trabajo, y parecía gustarles. Mis profesores también lo leían y me decían cosas amables que no me servían de nada. Pero en mi instituto no había clases de escritura creativa, ni crítica constructiva. En el grado superior (en California en aquel entonces, los estudios superiores eran casi gratuitos), recibí lecciones de una señora mayor que escribía cuentos infantiles. Acogía educadamente la ciencia ficción y fantasía que siempre le entregaba, pero finalmente un día me preguntó, exasperada: «¿No puedes escribir nada normal?».

11

Se celebró un concurso en el centro de estudios. La participación tenía que ser anónima. Mi relato ganó el primer premio. Tenía dieciocho años y estaba en primero, y había ganado a pesar de competir contra gente mayor y con más experiencia. Maravilloso. El premio de 15 dólares fue el primer dinero que gané con mi escritura.

Después de estudiar trabajé por un tiempo en una oficina, y luego en fábricas y almacenes. Mi tamaño y fuerza física eran ventajas en ese tipo de puestos. Y nadie esperaba de mí que sonriera y fingiera que me lo estaba pasando bien.

Me despertaba a las dos o tres de la madrugada y me ponía a escribir. Luego iba trabajar. Lo odiaba, y no tengo el don de sufrir en silencio. Mascullaba y me quejaba y dejaba trabajos y me buscaba otros y seguía acumulando notas de rechazo. Un día, asqueada, las tiré todas. ¿De qué servía acumular algo tan inútil y doloroso?

12

Parece existir una regla no escrita, dañina y contraria a las rea lidades de la cultura estadounidense. Según esta regla, no tienes permitido preguntarte si, como persona negra, como mujer negra, podrías ser de verdad inferior: no del todo lista, no del todo avispada, no del todo lo bastante buena para hacer lo que quieres hacer. Aunque, por supuesto, te lo preguntas. Tienes que saber que eres tan buena como cualquier otra persona. Y si no lo sabes, no puedes admitirlo. Si alguien de tu entorno lo admite, tienes que convencerlo de lo contrario rápidamente, para que se calle. Da vergüenza tener ese tipo de conversaciones. Hazte la dura, actúa como si estuvieras segura de ti misma y no hables de las dudas que tengas. Si no lidias con ellas, puede que nunca te las quites de encima, pero eso da igual. Engaña a todo el mundo. Incluso a ti misma.

Yo no podía engañarme a mí misma. No hablaba mucho de las dudas que tenía. No iba buscando explicaciones tranquilizadoras para salir del paso. Pero sí pensaba mucho en las mismas cosas, una y otra vez.

¿Quién era yo, al fin y al cabo? ¿Por qué iba nadie a prestar atención a lo que tenía que decir? ¿Y tenía algo que decir? ¡Si lo que yo hacía era escribir ciencia ficción y fantasía, por Dios! Por aquel entonces casi todos los escritores profesionales de ciencia ficción eran hombres blancos. Por mucho que me gustara la ciencia ficción y la fantasía, ¿qué estaba haciendo?

Bueno, comoquiera que fuera, no podía parar. La obsesión positiva hace que no puedas parar aunque tengas miedo y estés llena de dudas. La obsesión positiva es peligrosa. Hace que no puedas parar por nada del mundo.

13

Tenía veintitrés años cuando, al fin, vendí mis dos primeros relatos. Los dos se los vendí a escritores y editores que estaban dando clase en Clarion, un taller para escritores de ciencia ficción al que yo asistía. Con el tiempo, uno de ellos se publicó. El otro, no. No vendí una sola palabra en otros cinco años. Entonces, al fin, vendí mi primera novela. Gracias a Dios, nadie me dijo que vender algo llevaría tanto tiempo, aunque tampoco me lo habría creído. Desde entonces he vendido ocho novelas. Las pasadas Navidades pagué la hipoteca de la casa de mi madre.

14

Total, que me gano la vida escribiendo ciencia ficción y fantasía. Por lo que yo sé, sigo siendo la única mujer negra que lo hace. Cuando empecé a dar alguna que otra charla en público, una de las preguntas que más me hacían era: «¿De qué les sirve la ciencia ficción a las personas negras?». Normalmente quien me lo preguntaba era negro. Yo les daba respuestas incompletas que ni me convencían a mí ni probablemente a quienes me preguntaban. Y me molestaba esa pregunta. ¿Por qué debería justificarle mi profesión a nadie?

Pero la respuesta a esa pregunta era obvia. Había un solo escritor negro de ciencia ficción aparte de mí con una carrera produc- tiva cuando vendí mi primera novela: Samuel R. Delany, Jr. Ahora somos cuatro. Delany, Steven Barnes, Charles R. Saunders y yo. Poquísimos. ¿Por qué? ¿Falta de interés? ¿Falta de confianza? Una joven negra me dijo una vez: «Siempre he querido escribir ciencia ficción, pero no creía que hubiera ninguna mujer negra haciéndolo». Las dudas se manifiestan de muchas maneras. Pero aún me siguen preguntando: ¿de qué les sirve la ciencia ficción a las personas negras?

¿De qué les sirve cualquier forma de literatura a las personas negras?

¿De qué sirve la reflexión sobre el presente, el futuro y el pasado que ofrece la ciencia ficción? ¿De qué sirve su tendencia a advertir de peligros o a considerar formas alternativas de pensar y hacer?

¿De qué sirve su análisis de los posibles efectos de la ciencia y la tecnología, o de la organización social y la dirección política? Los mejores ejemplos de ciencia ficción estimulan la imaginación y la creatividad. Saca a lectores y escritores del camino trillado, de la estrecha senda de lo que «todo el mundo» dice, hace, piensa, sea quien resulte ser «todo el mundo» ese año.

¿Y de qué les sirve todo esto a las personas negras?

Epílogo

Este artículo autobiográfico apareció originalmente en la revista Essence con el título «Nacimiento de una escritora», elegido por la propia revista. Nunca me gustó ese título. El mío siempre fue «Obsesión positiva».

A menudo he dicho que, como mi vida consistía en leer, escribir y poco más, era demasiado aburrida para escribir sobre ella. Sigo pensándolo. Me alegro de haber escrito esta pieza, pero no disfruté haciéndolo. No tengo la más mínima duda de que la mejor parte de mí, y la más interesante, es mi ficción.

Octavia Estelle Butler, a menudo llamada «la gran dama de la ciencia ficción», nació en Pasadena, California, el 22 de junio de 1947. Fue galardonada con los premios Hugo y Nebula, y en 1995 se convirtió en la primera autora de ciencia ficción en recibir una Beca MacArthur. En 2000 recibió además el prestigioso PEN Lifetime Achievement Award. Aclamada por su prosa sobria, fuertes protagonistas y agudo comentario social en historias que comprenden desde el pasado remoto hasta el futuro lejano, la obra de Butler ha suscitado un gran interés por parte de los lectores desde su muerte, a medida que las cuestiones que trató en sus novelas y ficción breve, representantes del afrofuturismo y el feminismo en el género, han adquirido cada vez mayor relevancia. Butler falleció el 24 de febrero de 2006.

*Este ensayo, Obsesión positiva, pertenece al libro Hija de sangre y otros relatos publicado por la editorial Consonni y traducido por Arrate Hidalgo. Gracias a la editorial por compartirlo en Las entrañas del texto. Con él, celebramos este extraño día del libro en tiempos de emergencia climática y pandemia.