Elvira Valgañón: la escritura que surge del hueco y de la pausa

El principio siempre es una imagen. 

Un hombre que llega a un pueblo de montaña en plena noche, en medio de una gran nevada; es guapo y elegante, va bien vestido, pero con un traje  demasiado fino para el invierno y al que se le clarean los codos y las rodillas…

Una joven criada de uniforme, que, después de la fiesta, recoge del suelo los farolillos chinos que se han soltado de los cordeles tendidos de árbol a árbol y que ahora siembran el césped del jardín…

Cada relato, cada historia, parte de una imagen fugaz que llega de repente. Si me persigue, si vuelve a la memoria, es que hay que escribir.

Para mí, escribir es desorden. Pocas veces empiezo una historia sabiendo a dónde me va a llevar. Como mucho, hay algunas decisiones formales, por ejemplo, en el caso de Fidela, la división en tres partes y la estructura de saltos temporales. De la trama, apenas unas ideas sueltas, anotadas en libretas o en trozos de papel, que van hilándose y tomando forma conforme avanza la escritura. Nunca he empezado a escribir una novela por el principio y tampoco escribo siguiendo el orden de lectura, por eso hablo de desorden: en el mismo día puedo terminar parte del desenlace, escribir la segunda página de la novela o un par de frases de un capítulo central. Cuando explicaba el proceso de escritura de su novela Ducks, Newburyport, la escritora Lucy Ellmann decía que se sentía como una artista circense con cientos de platillos chinos girando en el aire al mismo tiempo. Yo me veo un poco así. Cuando me siento a escribir, todo está sucediendo a la vez en mi cabeza y lo que hago es ir añadiendo distintas piezas, aquí y allá, hasta completar el puzle.   

El único mapa que sí me obligo a trazar es el del paso del tiempo.

Para escribir uso el ordenador, aunque siempre llevo encima algún cuaderno donde voy apuntando lo que se me ocurre, palabras, ideas posibles, frases sueltas…

En una ocasión escuché a la autora mexicana Verónica Gerber hablar de sí misma como una escritora pausada y yo me identifico mucho con esa definición. Mis textos siempre avanzan muy poco a poco y, a veces, creo que escribo prosa como quien escribe poesía, leyendo en voz alta las frases para escuchar cómo suenan, buscando las palabras una a una, a veces, hasta contando sílabas.

Escribir es ir rellenando huecos. Si miro las notas con las que voy llenando mis libretas, lo que más encuentro son frases a las que les faltan palabras. 

Cada novela tiene su álbum. El de Fidela está lleno de fotografías de antes, de papel pintado, de programas de cine de los años 30, de catálogos de discos, de tarjetas de visita, de cartas, de anuncios recortados del periódico: Aliron, jabón Richelet, perlas FEMI, Cafiaspirina… 

Construir una novela, sobre todo si se desarrolla en otra época, implica habitar, aunque sea de lejos, el tiempo que estoy narrando. 

Para crear El Espinar y a sus habitantes quise escuchar la música que escuchaban ellos (Fidela suena a fox-trot y quick-step, a los Mills Brothers, a Ethel Waters…),  familiarizarme con los periódicos y revistas que llegaban a la casa, leer los libros que leían los personajes. En diferentes archivos online, y alguna tienda de antigüedades, fui recopilando fotografías, carteles, publicaciones, revistas como Mundo gráfico, Ahora, Época, Blanco y Negro… También leí libros de etiqueta y protocolo, revistas de decoración de principios de siglo, revistas de moda, manuales de baile y hasta libros de cocina de los años treinta de los que saqué las ¬¥trecetas que Doro, la cocinera, recita incansable mientras trabaja.

A veces, lo más difícil de escribir es decidir cuándo parar, cuándo dejar de releer, corregir, reescribir, borrar, volver a leer, volver a escribir… A veces es un alivio tener una fecha que te obligue a poner el punto final y a dar por terminado un texto. Como ahora. Aquí. Fin.

Elvira Valgañón  (Logroño, 1977) es licenciada en Filología Hispánica e Inglesa. Luna Cornata, su primera novela, escrita a caballo entre Irlanda, Inglaterra y Españase publicó en 2007. En 2016 publicó Nonsense, una antología de la poesía del escritor y dibujante inglés Edward Lear. Su segunda novela, Invierno, una personal visión de la vida y las historias del mundo rural, apareció en octubre de 2017. En septiembre de 2020 publicó Línea de penumbra, una colección de ficciones que giran en torno a diferentes obras de arte. Fidela (Pepitas, 2023) es su última novela.

Marilar Aleixandre: meter las manos en el pozo de la desmemoria

Dos voces se han enzarzado en mi garganta durante años, amenazando con estrangularme, los escritos sobre argumentación y la literatura. Si en los primeros he sido sistemática y en poesía suelo hacer un esquema del libro –que no siempre sigo– para las novelas parto de unas pocas líneas escritas a mano o en el ordenador, de un embrioncillo de situaciones y personajes que van desarrollándose. La memoria, pasado el tiempo, guarda datos que pueden resultar engañosos. Durante meses he contado que la primera idea de Las malas mujeres surgió de la biografía sobre Concepción Arenal de Anna Caballé, en la que se citaba la cárcel de La Galera de Coruña en la que había 300 presas. Cierto, pero he comprobado que la primera anotación sobre la biografía es “rapar ás mulleres nos hospitais para vender o seu cabelo”. Esto se trasladó a las primeras líneas del libro. Tal vez tenga que ver con una dura experiencia infantil: a mí me raparon el pelo al cero a los ocho años y fui al colegio con un gorrito de lana. En todo caso, desde que leí que Concha Arenal fue visitadora en La Galera imaginé un conflicto con una presa, una novela sobre la violencia social, ejercida sobre colectivos, idea que guía mucho de lo que escribo.

[Imagen 1: Biografía Anna Caballé]

Anoto ideas de forma azarosa en más de un cuaderno. Compré este “Caderno de Viet Nam” en Ha Noi el 30 de diciembre de 2019; la pandemia se había iniciado aunque no lo sabíamos. Las malas mujeres fue escrita durante el confinamiento: el ordenador sabe la fecha exacta en que abrí el fichero, el jueves 2 de abril. Sisca aún se llamaba Nela y yo no sabía por qué estaba presa. Sí sabía que la novela tendría una estructura casi matemática, con tres partes de once capítulos.

[Imagen 2: Caderno VN data Galera]

El 31 de mayo de 2020 había escrito doce capítulos, pero aún seguía sin decidir qué había llevado a Sisca a la Galera. Ese día en Toba, la casa familiar de mi compañero Ramón Facal, su hermana Soledad sugiere una terrible historia, la de la abuela de Laura Losada, compañera de su hijo, que murió en 1952 por un aborto realizado en condiciones insalubres. Noventa años después del tiempo de la novela los abortos seguían siendo ilegales. Se sometió a tres por el hambre, no por la honra. La acompañaba su hija, Mercedes Losada, Chiruca, que tenía ocho años, y a quien está dedicada la novela. Anoté lo que me contó Laura y ella quedó en que Chiruca me llamaría, pero el Covid lo impidió y no pude hablar con ella hasta diciembre.

[Imagen 3: Caderno VN Avoa Laura]
[Imagen 4: Captura pantalla Mercedes]

En la tarea de meter las manos en el pozo de la desmemoria para sacar de él las vidas de unas mujeres que no le habían importado a nadie, encontré pocas ayudas. No había documentación sobre la cárcel aunque tuve la fortuna de descubrir las Memorias de la Sociedad de la Magdalena. La crearon Concha Arenal y Juana de Vega –personaje fascinante y apenas conocida– para enseñar a leer a las presas. Me emociona el empeño de estas mujeres hidalgas en compartir conocimientos con las infortunadas. Para ello encargaron doce pizarras, como la de la imagen, comprada hace años en la feria de Monterroso. A los pocos meses el alcaide Vicetto prohibió la escuela. No era fácil hacer hablar en la novela a mujeres privadas de voz, por eso en los capítulos de “El mudo coro de las malas mujeres” toman prestada la voz de poetas, sobre todo Rosalía, para contar sus historias.

[Imagen 5: pizarra]

Sisca estaba encerrada y yo, durante los meses del confinamiento, también. Cuando se pudo salir paseábamos a las orillas del Sarela, y algunos de los pájaros o flores silvestres –ventureiras en gallego– que veía llegaron a las páginas en las que Sisca recuerda las veredas del campo. Así las extrañas raíces de los sauces, rojas como el cabello de las brujas –y el de Concha Arenal.

[Imagen 6: raíces salgueiro]

Corrijo una y otra vez lo que escribo. Procurar la palabra exacta, ajustar la arquitectura de la novela. Hasta el 28 de agosto, poco antes de enviarla al premio Blanco Amor, estaba escrita en primera persona. En poco más de una semana reescribí todo el texto en estilo indirecto. Suelo compartir novelas y poemas con algunas escritoras en quienes confío, y Las malas mujeres sufrió algunos cambios sustanciales a causa de esas lecturas. 

Marilar Aleixandre (Madrid, 1947) ha ido rodando de un lugar a otro y añora todos ellos. Tiene la lengua partida entre la biología / la enseñanza de las ciencias y la literatura, para la que se apropió de la lengua gallega, robando infancias e imaginarios de otros. Ha publicado narrativa, poesía, literatura juvenil, ensayo y textos aún más raros. Sus últimos libros traducidos al castellano son Lobos en las islas (Arde) y Las malas mujeres (Xordica, premio nacional de narrativa), ambos en 2022.